A las 4:30 a.m. estábamos ya vestidos y alborotados. Digo estábamos por dos, porque estábamos el esposo mío y yo, ahora como familia, y porque estábamos ya los compañeros de innumerables luchas, como hermanos, todos a pie de cañón. La emoción creciendo en pecho y el primer cigarro fue nuestra forma de darle los buenos días a una Venezuela donde finalmente aclaraba la mañana.
Siempre he contado que a este régimen hay algo que nunca podré perdonarle y algo que nunca podré pagarle. Jamás le perdonare las rajas destructivas que nos dividieron en venezolanos y apátridas, en revolucionarios y escuálidos, en héroes y majunches (claro que, siempre me llevé la peor parte). Y por otro lado jamás podré pagarle por la gente, porque en los años que llevo luchando he tenido el orgullo de tener a mi lado a venezolanos que hoy son más que amigos, con lazos que en realidad no pueden explicarse. A ver, tener que confiar que la persona que tienes al lado te sacará de un mar de gas del bueno, que te cargará antes de que te alcancen los perdigones y que jamás, jamás le dirá a nadie quién eres ni qué sabes, sencillamente está por encima de cualquier nivel de compañerismo o de camaradería al que pueda referirme.
Y a esa gente fue la que conseguí a primera hora de la mañana el domingo, entusiasmados, con ojeras y con una sonrisa en la cara de estar otra vez en casa, porque compartimos un hogar común y el hogar es siempre donde está la lucha. Así, todos juntos, y con caras nuevas, comenzamos el día con café endulzado con ganas para Venezuela.
Trabajamos como burros, nos compartimos las funciones, nos saltamos procedimientos y cometimos errores (siempre de buena fe), convencidos de que estábamos rodeados por el mejor equipo que el dinero no puede comparar. Con toda responsabilidad digo que el domingo hubiese entregado la vida antes de que a cualquiera de “mis niños” les pasara algo. No soy madre todavía, pero espero que todo el cuento vaya más o menos como se sintió eso.
En algún punto del día, como toda Venezuela, la esperanza se apropió del salón. Y reíamos y nos veíamos como jamás nos habíamos visto antes: en libertad. Me di cuenta de que las caras de mis amigos eran caras jóvenes, que éramos/somos una cuerda de carajitos, y los vi, por primera vez, con ojos limpios de angustias divisando un futuro más sencillo. Lo sentí, lo probé y me gustó. Fueron sólo minutos pero fue suficiente.
Está demás decir que la esperanza duró poco.
Fueron años de lágrimas lo que derramaron “mis niños”, los más chiquitos, me vi en ellos hace unos años y entendí por qué envejecemos tan pronto. Nosotros “los viejos” sólo veíamos algún punto en el vacío de la noche, más allá del tonel de fuegos artificiales, con ojos secos (llega un momento en que sabes cómo hacerlo).
Recuerdo que una de las niñas me preguntó “Nita ¿qué hacemos?” y lo único que atiné a responderle fue “no sé, creo que cada quien tiene que lidiar con esto de la forma en que lo sienta”. No tenía cara para pedirle más. No tenía fuerza para darle fuerza. No podía.
Nos separamos, cada quien a lidiar con su duelo a su forma. Manejé hasta mi casa y ahí, ya sólo con mi esposo y un gran amigo lloré largo y tendido como debe hacerlo cualquiera con un guayabo tan grande.
Hoy ya siento que estoy de pie, y esta derrota al final me deja un saborcito a victoria… después de tantos años uno se cansa de luchar, pero haber visto las caras de mis amigos, sus ojos, sus gestos en libertad me recordó hacia donde es el camino. Y voy a dar hasta el último segundo de mi vida para que, más temprano que tarde, puedan ser, finalmente, los chamos que deberían poder ser. No recuperaremos los años de lucha, pero aún nos quedan muchos por vivir, y los vamos a vivir libres.
…gracias por eso