Por todos lados se notaba que el país estaba en guerra.
Yacían en el piso los cadáveres de la esperanza y la fe en el cambio, sobre ellos, las paredes se mostraban manchadas de sangre en aerosol, marca y huella de las ideas fusiladas en luchas previas.
Era sorprendente como se podía notar los estragos de la guerra en las miradas; algunas histéricas, exhaltadas con promesas de cambio, otras oscuras y cansadas, pero todas rodeadas del morado de los golpes que dan el poco sueño y el hambre.
Caras pálidas, indiferentes, muertas, caminaban por inercia en las calles en ruinas, en búsqueda del aliento para aceptar la resignación. La guerra se lo había llevado todo. Siquiera Diciembre pudo alegrarlos ese año, el onceavo desde que el conflicto había comenzado.
Los proyectos huérfanos se refugiaban bajo techos a medio hacer, temblaban bajo la lluvia y el frío de diciembre; contaban que había nacido para ser grandes cambios, pero que sus padres los habían abandonado al momento de la gesta para ir a afrontar la lucha al frente, bien resguardados entre el engaño y la mentira.
La oscuridad reinaba. Sombras irreconocibles recorrían las calles, pintadas hasta los pies con colorante ideológico. Ya no existían nombres, ni caras, solo quedaban adjetivos, denigrantes, que lo tiznaban todo de un gris ceniza, dificil de reconocer, retener o rememorar.
Vivían, sin embargo, masacrados en cada espacio, millones de personas que estaban tan acostumbrados al maltrato, tan golpeadas tantas veces que ya no sentían, ya no notaban sus heridas abiertas, y menos las otras mal sanadas.
Estaban tan enagenados, en la creencia de no creer nunca más, que siquiera se daban cuenta que estaban viviendo en medio de una guerra.